Ramón penetró en su cuarto como endemoniado y, arrojándose de bruces en el lecho, empezó a gimotear. Sentía en el labio inferior una costra de sangre coagulada, sobre la cual pasaba a veces la lengua, como si le fuera imprescindible reavivar el dolor para mantener una cólera razonable.
«¡Lo odio, lo odio!», mascullaba, estrujando la almohada y por momentos quedaba inmóvil, como aletargado. «¡Yo lo vi primero!», exclamó de pronto, sentándose de un brinco, y su mirada recorrió toda la habitación, buscando tal vez un rostro amable, un gesto aprobatorio. Su pequeño lamparín de trabajo, balanceándose sobre el escritorio, parecía hacerle reverencias. Ramón se aproximó a él y continuó hablando eufórico: «Yo lo vi primero, en la enredadera, cuando salí a tomar el fresco. Si no ¡que le pregunten a Luisa!», pero Luisa había huido porque tenía miedo de los escorpiones y debía estar en ese momento refugiada en el seno de la mamá. «Porque es más grande que yo y porque ya fuma cuando no lo ven en casa es que abusa y me pega», masculló, y al verse el labio partido, en el espejo, sintió que los puños se le endurecían como dos raíces.
En ese momento escuchó unos silbidos en el cuarto vecino. De inmediato imaginó a su hermano Tobías, acomodando al escorpión bajo la campana de vidrio. «Yo lo vi primero —insistió nuevamente— cuando salí a tomar el fresco», y apagando la luz se puso a escuchar lo que hacía su hermano. Un ruido de vidrios, de cajas, llegaba desde la otra habitación.
«Nunca va a cuidarlo él mejor que yo — pensó—. Yo le daría de comer moscas, arañitas, lo trataría como un rey. Tobías, en cambio, lo hincará con su lapicero hasta que reviente». Recordó entonces aquella hermosa araña que cazara en el verano sobre la copa de los cipreses. Durante una semana la estuvo vigilando y mimando dentro de una caja de zapatos. Le arrojaba mosquitos, lombrices, para que se alimentara, y hasta llegó a echarle una avispa, el domingo, como una sorpresa de día feriado. Tobías fue también, aquella vez, quien, en un descuido suyo, la ahogó en unas gotas de amoniaco. Después pregonó y se vanaglorió de su crimen como de una hazaña. «¡Él, siempre él!», se dijo Ramón, y abriendo sigilosamente la puerta, salió al jardín. Allí aspiró el perfumado aliento de los jazmines que sobre la oscura enredadera brillaban como estrellas en el cielo. La luna se remontaba sobre las montañas y cayendo oblicuamente sobre los manzanos, les imprimía un aspecto artificial y metálico. De puntillas, se aproximó a la ventana del dormitorio de Tobías. Por sus postigos abiertos divisó a su hermano inclinado sobre su mesa de trabajo. La lamparilla encendida iluminaba la campana de vidrio, bajo la cual el escorpión se paseaba desesperadamente, golpeando el cristal con sus tenazas. La boca de Tobías se distendía en una sonrisa, en la que había algo de crueldad. Tenía en la mano un afilado lápiz con el que a veces golpeaba la campana como si quisiera llamar la atención de su prisionero. «Lo está atormentando —pensó Ramón—, en el momento menos pensado lo aplastará». Pero Tobías no tenía trazas de hacerlo. Se contentaba con observarlo, siempre sonriente, como si meditara una más refinada tortura. De pronto se incorporó, dirigiéndose a su ropero.
«¿Qué tramará?», se preguntó Ramón, y al verlo regresar con una caja de fósforos, sintió un dolor casi físico que le cortó el aliento. «¡Lo quemará, lo quemará!», gimió sordamente y en su irritación estuvo a punto de derribar la banqueta sobre la cual estaba apoyado. Apenas tuvo tiempo de escabullirse detrás de los manzanos, cuando Tobías, aplastando su rostro contra el cristal de la ventana, lanzó una mirada asustada hacia el jardín. Cuando retiró la cara de la ventana, Ramón se aproximó nuevamente. Tobías había encendido un cigarrillo, y esta constatación lo alivió pues desvanecía sus conjeturas acerca del destino de los fósforos. Lo vio alzar la cabeza y lanzar gruesas bocanadas de humo contra el techo. «Mañana lo acusaré —se prometió Ramón al ver la delectación con que Tobías chupaba su cigarro—. Diré que fuma como un grande y hasta que bota humo por la nariz, como tío Enrique».
Tobías volvió a inspirar el humo pero esta vez, en lugar de soplarlo, lo retuvo entre sus carrillos y aproximando sus labios al orificio superior de la campana, lo vació lentamente en su interior. El alacrán, semiasfixiado, comenzó a dar coletazos contra el cristal.
«¡Qué bestia, qué bestia!», murmuró Ramón y sus ojos se humedecieron de rabia. Tobías repitió la operación varias veces pues el humo se desvanecía por la abertura superior. Cuando esto sucedía, el escorpión aparecía inmóvil, replegado y solo se reanimaba al ser azuzado por el lápiz. Entonces, volvía Tobías a envolverlo en una densa humareda.
«Se morirá sin duda —pensó Ramón—... Que yo sepa, no le gusta el tabaco como a los murciélagos».
Tobías se agotó de esta diversión y apagando su cigarro quedó con los brazos cruzados, contemplando al animal que, recuperándose, reiniciaba su nervioso paseo.
«Y ahora, ¿qué pensará? —se preguntó Ramón—. Probablemente lo rocíe con alcohol y le prenda fuego». Pero Tobías, bostezando sonoramente, se levantó de la silla. Ramón se retiró hasta el segundo manzano y continuó espiándolo a través de sus ramas. Vio a su hermano desperezarse, quitarse el saco y dirigirse hacia la cama. Pronto quedó envuelto en su pijama listado, con el que dio ridículas vueltas por el cuarto. «Él también parece un escorpión encerrado —pensó Ramón—. Quisiera tener un cigarro enorme como un bambú para atorarlo de humo por la ventana». Tobías cogió un libro, lo cerró, llenó un vaso de agua, aplastó una mosca de un cuadernazo; por último se sentó en su cama y se hizo una imperfecta señal de la cruz.
Ramón vio cómo movía los labios mecánicamente, mientras se escarbaba las uñas de los pies y su Falta de fe lo llenó de un sentimiento de superioridad. «Ni siquiera reza con devoción —pensó—. El otro día dijo, riéndose, que no creía en Dios». El cuarto quedó a oscuras y lo último que escuchó fue el crujido del somier.
Ramón permaneció un momento tras el manzano y luego se retiró hacia el jardín. Echándose de espaldas sobre el césped, se puso a contemplar la luna. Primero le pareció un queso perforado, luego una calavera muy pulida. Algunas nubes muy diáfanas pasaban a escasa altura, cubriéndola discretamente. «Los poetas la comparan con una mujer —pensó, al ver su contorno tras la gasa de nubes—. Debe ser con una mujer horrible y muerta». Este pensamiento lo sobrecogió de un extraño terror. Le pareció que en el interior de la luna se efectuaban lentos desplazamientos de sombras, como si contuviera una masa de gusanos. Sentándose en el césped, miró hacia los cipreses. En la oscuridad de su base, cuatro puntos fosforescentes lo miraban. Eran los ojos de los gatos. Intentó aproximarse a ellos, reptando, pero se esfumaron sin hacer ruido. Nuevamente se entretuvo mirando al cielo con tanta insistencia que a veces tenía la sensación de precipitarse a un abismo, y lo dominaba una especie de vértigo delicioso. «Allá está la Osa Mayor —pensó—. Más allá las Tres Marías. (Recordó a su padre, enseñándole con su dedo huesudo a leer los secretos del cielo). Esos deben ser los siete cabritos. Esa de ahí, la Cruz del Sur..., ¿y Scorpio? —se preguntó, acordándose súbitamente de su animal—, Scorpio ha sido capturado», añadió, y en el acto se precipitó hacia los manzanos. Se acercó de puntillas a la ventana y aplicó el oído. No se escuchaba sino la respiración de Tobías. Trató de mirar hacia la mesa de trabajo pero todo yacía en la más cerrada oscuridad. «Allí debe estar Scorpio —pensó— completamente solo y triste, como la luna. Tal vez no duerme y tiene miedo a los fantasmas». Su idea primitiva fue tomando cuerpo. «Me lo llevaré a mi cuarto — pensó—. Mañana se lo devolveré o no se lo devolveré, ¡qué tanto!». Empujó ligeramente la ventana y esta cedió, abriéndose sin ruido. Corrió un momento a su cuarto, por su linterna de pilas, y de regreso se encaramó en la banqueta y puso las rodillas en el alféizar. Esta operación le era familiar. Cuando su padre ocupaba esa habitación, algunas tardes él, en medio del mayor sigilo, se introducía por la ventana para revisar los papeles y objetos paternos. Pasaba horas abriendo y cerrando los cajones, los libros, los cartapacios. Siempre encontraba alguna cosa rara que lo estremecía y lo llenaba de un secreto gozo. Monedas antiguas, estampilladas de países exóticos, postales amarillentas, lápices automáticos. Una vez encontró la fotografía de una estatua desnuda y esto le produjo una gran turbación. Más tarde rompió un florero y hubo que echarle la culpa al gato. Ahora, sin embargo, tomó infinitas precauciones. Como un hábil ladrón, estuvo de pronto en el interior del cuarto y, encendiendo la linterna, iluminó la mesa. El alacrán, al descubrir la luz, comenzó a moverse. Ramón lo observó detenidamente. Lo que admiraba era su estructura metálica y su limpieza. Parecía construido con planchas de cobre y aceitado en sus articulaciones. «Si fuera cien veces más grande —pensó—, podría comerse a un toro y triturar a un león». En ese momento Tobías se movió en la cama y Ramón, apagando la linterna, se agazapó contra la puerta. Su hermano se agitó un rato más, balbuceando algunas incoherencias. Cuando empezó a roncar, Ramón se aproximó a la mesa y cogió el cartón sobre el cual se hallaba el alacrán y la campana. «Me robo a Scorpio como Mahoma se robó la media luna», pensó, y una idea repentina lo detuvo. En el espejo del ropero había divisado su labio partido. Encendió nuevamente la linterna para observar la magnitud del daño. Con el aire de la noche, la sangre se había coagulado, formando una enorme costra negra. Como en una pantalla de cine, vino a su memoria la imagen de Tobías, golpeándole con la tijera de podar, para arrebatarle el escorpión. «¡Es mío! Si no te vas de aquí te voy a tirar del techo abajo». Y él tuvo que huir con la camisa manchada de sangre porque Tobías era capaz de cumplir sus amenazas. Ahora el agresor estaba ahí, indefenso, plácidamente expuesto a todos los vejámenes. Él también podía hacerle ahora una pequeña herida en el labio, para quedar los dos iguales y en paz para el futuro. Podía utilizar, por ejemplo, el cortapapel de acero. O aquel lapicero malogrado que Tobías había clavado en la pared, como una simbólica protesta contra el estudio. Pero no, era imposible. Tobías se despertaría en el acto y entonces todo estaría perdido.
Ramón iluminó al alacrán, que volvió a desplazarse ágilmente en su reducto. Pensó que tal vez ni siquiera podría robárselo porque la venganza de Tobías no se haría esperar. ¡Era tan bello, sin embargo! En ese momento caminaba doblado, con su lanceta suspendida sobre su cabeza, dispuesto a incrustarla sobre cualquier enemigo. Ramón recordó las propiedades de aquella lanceta. Lo había leído precisamente en uno de los libros de su padre: «Es tan resistente que puede perforar un cartón regularmente grueso». En seguida iluminó la cama de Tobías, desde los pies, lentamente, hasta la cintura. Como aún hacía calor, dormía cubierto solamente por la sábana, sobre la cual sus dos manos yacían inmóviles, como dos arañas de mar. «Scorpio luchará contra las arañas», pensó, y con el cartón en la mano fue aproximándose al lecho. Se detuvo un momento, respirando agitadamente y, levantando la campana, dejó resbalar al animal. Al cruzar bajo los manzanos, de regreso al jardín, recordó al escorpión, recortado sobre la sábana blanca, avanzando cautelosamente, con el aguijón erguido hacia el dominio de las arañas.
FIN
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