"Página de un diario", de Julio Ramón Ribeyro

Luder
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Página de un diario fue el primer cuento de Julio Ramón Ribeyro que saliera editado en los suplementos dominicales de El Comercio el 9 de mayo de 1954. Ribeyro en una carta a su hermano Juan Antonio se quejaba que él no había autorizado la edición de ese cuento. Posteriormente el cuento formaría parte del libro Cuentos de circunstancias de 1958.

PÁGINA DE UN DIARIO

El confesor atravesó la sala, cogió su sombrero y haciendo con la mano un gesto incomprensible, se marchó. Mi madre se puso a llorar, mis hermanas la imitaron y yo también tuve que hacerlo porque mi padre, a pesar de sus defectos, había sido un hombre muy bueno. Mi llanto, sin embargo, fue debilitándose y en mis ojos quedó un ardor equívoco como el que acompaña a un dolor sincero o a una súbita alegría. Pronto mis lágrimas cesaron y quedé solo, habitado por un gran asombro. De puntillas, inadvertidamente, me acerqué al dormitorio. Allí, sobre el lecho, estaba él, rígido, con los brazos cruzados sobre el pecho y el rostro barbudo ele-vado al cielo. Lo observé un rato y mi pecho se estremeció. Pero luego sentí aflorar a mis labios una sonrisa involuntaria, como si hubiera sido sorprendido por un recuerdo agradable. Más tarde comenzaron a llegar los parientes. Algunos eran lejanos, de aquellos que sólo concurren a las nupcias y a los velorios y que tienen una máscara apropiada para cada ocasión. Ahora -yo recordaba haberlos visto en la boda de mi hermana bebiendo champán entre carcajadas- estaban condolidos, con vestidos oscuros y semblante de responso. Me abrazaron murmurando palabras vagas que en vano traté de comprender, pero que por momentos me parecían hasta una felicitación. A veces me refugiaba en el jardín y permanecía espiándolos por la ventana, viéndolos circular interminablemente.

Pronto oscureció y en la casa reinaba un gran alboroto. Algunos vecinos, muchos amigos inundaron las habitaciones. La muerte había abierto de par en par las puertas de la casa. Se encontraba gente en todas las habitaciones, en la cocina, en los dormitorios de las mujeres y hasta en el cuarto de baño. Mucho me sorprendió encontrar en el cuarto de costura al gerente de la firma donde trabajaba mi padre conversando con un albañil de las inmediaciones. Nunca sospeché que ambos pudieran conocerse ni mucho menos verlos juntos en dicha habitación. Sin embargo, estaban allí. Y todo parecía lo más natural.

El tiempo comenzó a transcurrir y pronto me pareció que aquella noche, como en navidad o fiestas patrias, tendría que velar hasta tarde. Este pensamiento, por un momento me entusiasmó, porque siempre era agradable imitar los actos de las personas grandes. Pero inmediatamente me di cuenta que todo sería distinto, pues no habría bombardas ni chocolate pascual.

Mi madre me reunió con mis hermanas y nos introdujo en el dormitorio del difunto. "Vamos a rezar un rosario" dijo, poniéndose de rodillas. Cerraron la puerta. Se escuchaba venir de afuera el rumor de los asistentes y alguna cabeza pasaba de vez en cuando por la ventana para echar una mirada curiosa.

Observé nuevamente a mi padre. Le habían puesto su terno azul, su hermoso vestido con el que acostumbraba ir a las recepciones. Tenía incluso chaleco, corbata, gemelos. "Parece que va a ir a una fiesta", pensé. Pronto mi madre empezó con los misterios -eran los gloriosos y mis hermanas respondían en coro. Yo también contestaba, pero maquinalmente, por-que no veía relación entre esas invocaciones de júbilo y la presencia del muerto, y porque me había detenido a examinar los pies de mi padre que estaban descalzos, cubiertos sólo con unas medias de seda. Estaban inmóviles, ligeramente separados de las puntas y al observarlos sentí por primera vez miedo de la muerte. El rezo se me trabó en la garganta y sin dar ninguna explicación abandoné el dormitorio. Atravesando la sala pasé al jardín. Allí me detuve y mirando al cielo negro traté de pensar en mi padre. Una nubecilla cruzó el abismo e imaginé que podría ser el alma del difunto. "Qué blanca está" pensé, cuando a mi lado escuché una voz. Era Flora, la sirvienta. "Niño Raúl -dijo- acompáñeme al garage a traer un candelero. Tengo miedo ir sola". La observé. Siempre había excitado mi curiosidad, habiendo llegado incluso a espiarla cuando se bañaba. Estaba decidido a tocarla para comprobar con mis manos cómo era ese cuerpo moreno. Y en aquellas circunstancias esta tentativa tenía un extraño sabor a profanación que me enardecía. Avancé unos pasos hacia ella que permaneció inmóvil, mirándome con sus grandes ojos espantados, bajo la sombra del emparrado. Pero el recuerdo de los pies de mi padre, tan rígidos, tan inútiles, tan tristes, vino a mi memoria. "Anda tu no más", repliqué dando un paso hacia atrás.

Cuando ingresé en la casa habían llegado de la agencia funeraria. Los empleados estaban introduciendo el cajón, los cirios y los demás aditamentos para la cámara mortuoria; y los circunstantes observaban las maniobras con algo de impaciencia, como si esperaran la función de un teatro. Los odié a todos intensamente y busqué de nuevo refugio en el jardín. Al aguaitar por la ventana observé que habían servido café en tacitas y que los hombres echaban mano, inmisericordes, a los cigarrillos de la sala. El cansancio, el sueño, comenzaron a perturbarme. Tuve que ir a mi dormitorio donde se encontraban algunas personas de confianza. A pesar de ello, me dio vergüenza echarme a dormir, porque me pareció que dormir en esos momentos era una infidelidad. Pero el sueño terminó por vencer-me y vestido caí sobre la almohada.

Cuando abrí los ojos era de día. El dormitorio estaba desierto. ¿Qué hora sería? Me levanté. Todos parecían dormir. El velorio había terminado y la sala estaba llena de colillas y de tazas de café vacías. En la salita donde mi padre jugaba a las cartas con sus amigos divisé un paño negro. Habían instalado allí la capilla ardiente. Al acercarme descubrí el féretro entre cuatro lámparas enormes. El muerto estaba solitario. "Qué pronto se han olvidado de él" pensé. Lo observé nuevamente. A través del cristal se veía su rostro blanco (lo habían afeitado), sonriente, impregnado de una rara serenidad. No sentí en ese momento pena alguna. Estuve mirándolo largo rato como si fuera otra cosa y no mi padre. Pronto sentí unos pasos y mi madre apareció vestida de negro e intentó abrazarme. Tal vez no había dormido en toda la noche, tal vez necesitaba una palabra de consuelo, pero la esquivé y mientras se retiraba escuche que empezaba a sollozar.

Gran parte de la mañana estuve dando vueltas impacientes por mi dormitorio. Pensaba si mi vida a partir de ese momento cambiaría. "Faltará un poco de dinero -me dije- tal vez tengamos que vender el auto." Pero, aparte de ello, no creía notar otro cambio notable en mi destino. Sin embargo, el recuerdo que desde la noche anterior me había perturbado apareció en mi conciencia. Evoqué el escritorio enorme, inaccesible mientras mi padre viviera y evitando la vigilancia de las personas mayores me aproximé a él y crucé el umbral.

Los rayos del sol penetrando oblicuamente por la ventana revestían las estanterías, las alfombras, de un aire doloroso y grave, como el de una iglesia antes de los oficios. Con una avidez incontenible me precipité hacia el escritorio y tomando asiento en el ancho sillón, comenzé a remover los libros, los papeles, los cajones. Al fin apareció la pluma fuente con su tapa dorada, aquella hermosa pluma fuente que durante tantos años admirara en el chaleco de mi padre como un símbolo de autoridad y de trabajo. Ahora sería mía, podría llevarla a la escuela, mostrarla a mis amigos, hacerla relucir también sobre mi traje negro. ¡Hasta tenía grabadas las mismas iniciales! Buscando un papel trazé mi nombre que era también el nombre de mi padre. Entonces, comprendí por primera vez que mi padre no había muerto, que algo suyo quedaba vivo en aquella habitación impregnando las paredes, los libros, las cortinas, y que yo mismo estaba como poseído de su espíritu, transformado ya en una persona grande. "Pero si yo soy mi padre", pensé. Y tuve la sensación de que habían transcurrido muchos años.

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